martes, 7 de abril de 2015

Murano recobra el esplendor del vidrio en su museo renovado

Una de las pìezas de cristal que exhibe el museo.
La isla de Murano se va delineando al fondo. El taxi entra por el pasillo trasero, por donde no suelen mirar los turistas a bordo del vaporetto. Los edificios que flanquean el canal tienen el aspecto de viejas fábricas clausuradas. Hay muchos rótulos en los que se lee: se vende, se vende, se vende… A medida que el taxi avanza, aparecen palacios señoriales y desolados. Viven aquí cinco mil almas y las únicas personas que se avistan son vendedores de cristal, además de turistas. En el contorno de la población destaca el Museo del Vidrio de Murano, el único sitio en el mundo que reúne el arte del vidrio y narra su larga historia. El centro acaba de reabrir con su nueva cara, tras una restauración que ha durado años y llevó hace meses al cierre temporal.

La fachada es la típica de un palacio gótico. El edificio de Palazzo Giustiniani es desde 1861 sede del Museo de Murano y reunía la historia del cristal desde la época romana hasta la actualidad. Sin embargo, tanto en sus paredes como en la presentación de los objetos, se respiraba una atmósfera anquilosada y poco atractiva. El viejo museo pedía a gritos una remodelación y, desde su regreso el pasado febrero, ya es otra cosa. Dejó de ser el contenedor obsoleto y se ha transformado en un moderno espacio museográfico renovado con la superficie expositiva duplicada, vídeo-guías y salas que conjugan la luz natural con la artificial. El último salón conserva las líneas del viejo inmueble, pero ahora se presenta con paredes blanquísimas, reservadas para el arte contemporáneo de cristal, como las esculturas talladas en vidrio como si se tratase mármol, obra del artista Luciano Vistosi. Y, además, con un lujo casi inexistente en toda Venecia: dos ascensores.





Botella policromada de Pietro Bigaglia, de 1846.
La historia del vidrio, como se narra en el Museo de Murano, inició hace más de cuatro mil años en la orilla de un río en Siria. Sus difusores, no obstante, fueron los romanos. En plena Edad Media, el comercio de Venecia con el Medio Oriente contribuyó al auge de las vidrieras en la ciudad de los canales. Ya en el siglo XIV existían 12 fábricas, pero debido a los constantes incendios fueron trasladadas a la isla de Murano.

Aquí se exponen las creaciones del gran genio muran­és Angelo Barovier (1405-1460), padre del vidrio cristalino. Con Barovier, Murano vivió sus años dorados, pues las botellas transparentes decoradas con esmaltes polícromos se convirtieron en el capricho de la nobleza veneciana y europea y de los papas. El virtuosismo de los maestros de Murano empezó a ser una marca de la casa. En el siglo XVI inventaron las complejas ejecuciones a mano libre, una t­écnica que todavía hoy distingue las creaciones de la isla. Tras la peste de 1630, se inició el éxodo de los maestros muraneses hacia otras ciudades en Europa. Pero la habilidad artesanal y la capacidad alquímica de crear objetos se resistieron a morir.

En el museo, la mirada se detiene en otra invención muranesa: tres lámparas enormes con múltiples brazos de cristal, decoradas con flores y hojas, idea de Giuseppe Briati (1686-1772). Son tres maravillas, delicadas, hermosas y costosísimas. Y el centro renovado también expone algunas de las obras más célebres de Carlo Scarpa. Con su aporte creativo, el arquitecto veneciano abrió paso en los setenta a que el vidrio dejara de ser ligero y produjera piezas consistentes y pesadas como el plomo.

Otro de los innovadores del siglo XX fue Archimede Seguso, que se especializó en crear vasos grandes, con apenas un único soplo de aire a través de un tubo metálico, algo parecido al utilizado por los chavales para hacer burbujas de jabón. Sus obras también forman parte de la colección del centro.

Una sala del renovado Museo del Vídro de Murano. / M. F.
En Murano todos se conocen. Y por sus pequeñas calles desoladas, los pocos habitantes ven el nuevo museo como el centinela de la isla. Un centinela nacido en un contexto productivo en crisis, que pone en serio peligro la tradición milenaria. Los datos no son esperanzadores. En los noventa, los artesanos del sector eran unos seis mil. Hoy ni llegan a mil.

En febrero, en los días previos a su inauguración, rondaba por el museo el nieto de Archimede Seguso, Giampaolo, cuya familia trabaja en el sector desde 1397. Giampaolo Seguso es un hombre fornido de 81 años, poeta y mito viviente del arte del cristal. Cuando era un niño, entró en el taller de su abuelo para aprender los secretos de un oficio duro, con cinco hornos a mil grados escupiendo calor noche y día. Hoy, en el antiguo taller de los Seguso, los operarios trabajan con música clásica de fondo, aunque su labor sigue siendo pesada. En una sala pequeña, hay una ventanilla por la cual se observa el laboratorio de los secretos, donde antiguamente se creaban con mucha discreción los colores inconfundibles de la familia.

La escasez de la mano de obra amenaza hoy más que nunca la supervivencia de la tradición milenaria, opina el maestro Seguso. “Antes te decían: o estudias o trabajas. Y se entraba muy temprano a trabajar en las vidrierías. Hoy, antes de los 16 años, los muchachos no pueden hacerlo porque hasta esa edad el colegio es obligatorio en Italia. Mi nieto, de 10 años, quiere venir a la fábrica para convertirse en un maestro del vidrio. Pero yo le digo que antes debe estudiar, porque hoy el mundo no acepta ignorantes. Son pocos los jóvenes dispuestos a aprender un oficio lleno de sacrificios. La verdad es que muchos prefieren trabajar en el turismo”, explica. Lamenta la invasión de productos chinos baratos y de mala calidad en Venecia y hasta en la misma isla de Murano. “Esas copias carecen de alma, no tienen nada del acto de espiritualidad que está detrás de una pieza. Yo soy un creador, no copio. Lo mío es un rito espiritual, un trabajo que requiere gran armonía y la paciencia de esperar la sorpresa del producto final”, afirma.

Y zanja la conversación dando su opinión sobre el centro: "Es un sitio vivo, un viaje a un pasado glorioso y un museo para dar espacio al presente, que ya no es nada glorioso, pero que no morirá porque el arte del vidrio es como una caricia: todos necesitamos afecto".

(Información extraída del diario El País)

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